Me he preocupado muchísimo por la mirada
del otro: el dueño de la tienda y sus empleados serviles
que piensan que robo.
Sé que paso muchísimo tiempo observando
con rostro anhelante los tonos apagados de los objetos
en las estanterías. Qué inteligentes nos estamos volviendo.
Pronto lo entenderemos todo:
por qué nuestro primer aliento, cuándo el último.
Por qué una rata, aunque reciba un shock
cada vez que come, no deja de sentir hambre.
Cómo pájaros de huesos vacíos y peces con branquias
calculan el tamaño de la recompensa, recuerdan
dónde guardaron la comida. Hay pocas formas
de liberar al cuerpo del deseo, y todas terminan en
anarquía.
Mañana, regresaré a la tienda –a la historia
donde la dejé–
me centraré en aquellos ítems que tienen pedacitos de
lavanda
escondidos dentro: puntas de brócoli articuladas,
espárragos alterados. La supervivencia consiste en resistir,
en el reverso de lo que es delicado y tiene hojas.
Entre los animales, somos la aberración:
el deseo se apropia de nosotros,
nos expulsa, vestidos con tules harapientos, pero no dirá
dónde enterró por última vez el hueso o la bellota.